26 de febrero de 2010

INTELIGENCIA

La inteligencia inconsciente: Diario de un curioso, por José Antonio Marina
Los que creen en la teleología del Universo, es decir, en una
evolución dirigida a una meta, acaban aceptando que el esturión existe
para que podamos comer caviar. La ciencia rechaza estos finalismos y
explica todo por un juego de mutaciones y selección. Sin embargo, la
emergencia de sistemas archicomplejos sigue siendo difícil de explicar.
Que haya ocurrido algo tan poco probable me resulta incomprensible. Por
eso estoy seguro de que alguna propiedad de la materia limita
eficazmente tan enloquecida combinatoria. Les daré alguna pista de por
donde husmeo.
En la naturaleza encontramos un problema resuelto de
distintas maneras.
El ojo, por ejemplo, es un prodigio de sofisticación,
que al mismo Darwin le parecía imposible explicar mediante la
evolución. Lo más sorprendente es que la naturaleza ha reinventado
varias veces el ojo, sin que entre esas formas se dé una continuidad.
Como horticultor investigo un caso fascinante de esa proliferación de
ocurrencias. Las plantas necesitan dispersar sus semillas para que las
hijas nazcan lejos de la madre y librarse así de una competencia letal.
Me admira el ingenio con que lo han hecho. Las semillas pueden ser
dispersadas por el viento. Recuerden los vilanos que se mecen lentamente
en el aire caluroso. O las hélices (samaras) del arce, con que
jugábamos de niños. Es brillante el censo de semillas aladas. La del
senecio puede volar doscientos kilómetros.

El segundo medio de transporte son los animales. Las semillas se disfrazan con garfios o
anzuelos para engancharse en ellos, o se acorazan para viajar en sus
estómagos. El agua es el tercer vehículo. Pero sobre todo me pasman las
plantas que despliegan un talento ingenieril, como el pepinillo del
diablo, que cuando se le toca dispara sus semillas, convertido en
artillero floral. Leo en el ‘New Scientist’ que el profesor Trewavas, de
la Universidad de Edimburgo, cree que menospreciamos las capacidades de
recibir y computar información que tienen las plantas. A su juicio, son
demostraciones de una verdadera inteligencia, puramente material y no
consciente.

¿No es un disparate hablar de una inteligencia inconsciente?
No se lo parece a una gran parte de
los expertos en Inteligencia Artificial. Ray Jackendoff, en Consciousness
and the Computational Mind, sostiene que la conciencia (el darnos
cuenta de las cosas) es un fenómeno inútil. Marvin Minski, otro de los
patriarcas, dice lo mismo, y explica:
“La conciencia siempre va
retrasada respecto de los acontecimientos neuronales. Todo lo importante
ha pasado antes de que nos demos cuenta”
. Hace años, Kornhuber comprobó
que 800 milisegundos antes de tomar una decisión, ya se han generado
potenciales eléctricos en la corteza cerebral. Al comentar mi extrañeza a
nuestro compatriota Joaquín Fuster, máxima autoridad mundial en
neurología del lóbulo frontal, me contestó que, en efecto, el acto
voluntario está precedido por algunos procesos inconscientes en alguna
parte del córtex frontal. En El misterio de la voluntad perdida
he explicado por qué, a pesar de los datos, la conciencia me parece
imprescindible para nuestra inteligencia. Pero a lo que vamos. En el
último número de ‘Investigación y Ciencia’, Siegel escribe sobre el
sueño, otra función que cada especie ha resuelto a su manera. Los
delfines duermen nadando y las aves migratorias volando.
Crecen los
conocimientos sobre la fisiología del sueño, pero no sobre sus
funciones.
A mí me intrigan, sobre todo, los sueños, en cuanto
producción de ocurrencias sin intervención de la conciencia
. Freud
describió alguno de los mecanismos de producción de sueños,
condensación, sublimación, etc.
No parece, por lo tanto, arriesgado
decir que en el ser humano se da también lo que nos escandalizaba en las
plantas: una inteligencia no consciente que actúa como incansable
fuente de ocurrencias.


El gran matemático Henri Poincaré fue más allá. Al estudiar cómo los científicos resuelven los problemas,
llegó a la conclusión de que hay un insconciente matemático que les
sopla las soluciones. El matemático consciente sólo tiene que evaluarlas
después.
Tal vez eso explicaría los alardes del gran Ramanujan, el
matemático que resolvía los problemas sin saber cómo lo hacía. O “el
enigma de Fermat”. Les recomiendo el libro con este título, escrito por
Simon Singh. En 1637, Fermat anotó en el margen del libro que leía: “Es
imposible escribir cualquier potencia mayor que dos como la suma de dos
potencias iguales. Poseo una prueba en verdad maravillosa para esta
afirmación a la que este margen viene demasiado estrecho”. Se murió sin
darla a conocer y durante tres siglos los matemáticos se han afanado en
vano para descubrirla. En 1995, Andrew Wiles lo consiguió. Tenía razón
Fermat. La demostración no cabía en el margen del libro. Ocupa 120
páginas. A la vista de la inagotable producción de novedades y
ocurrencias que emergen en la realidad -a nivel físico o a nivel mental-
uno recuerda y comprende a Henru Bergson cuando, admirado, hablaba de
una inagotable evolución creadora.

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